Y suspiraste. Lanzaste tu último Suspiro de Mujer, materializaste la satisfacción y te dejaste caer delicadamente sobre mí, con tu cuerpo ardiente abrasando al mío, sintiendo todas las partes de tu figura, entera, hasta las ideas. Mientras tú suspirabas, yo ya había descargado todo mi ser en ti, incontrolablemente. Oíamos a nuestros corazones acelerados, nuestros alientos jadeantes. Nos estrechábamos con ansia, con el imposible objeto mezclarnos en uno solo. Cogí tu mano y te la besé efusivamente, me la llevé a la cara mientras tú hacías lo mismo. Mi semilla pronto empezó a deslizarse por tus muslos, mezclada con tu húmeda savia, pero no parecía importarte.
Cómo habían cambiado nuestras vidas desde aquella noche en la que la rutina y la tristeza oculta nos hizo apagar el televisor. Veíamos programas, películas y series de una en una, todo para evitar el incómodo silencio que pudiera acabar estallando en una discusión. Discutíamos por cualquier simpleza, quizá para llenar el mudo aire con nuestra rabia e interna desesperanza; hoy era por unos calcetines mal doblados, mañana por otro mes sin cobrar, pasado por un despido motivado por la crisis... Y así se sucedía nuestra rutina, sin muestras de aquel adolescente y apasionado amor que nos unió. Pero esa noche:
- ¿Qué hacen hoy?- me dijiste
- Lo mismo de siempre, algún capítulo repetido de CSI. Harán el de las Vegas.
- No me gusta. ¿Qué más?
- Algún programa de cotilleo.
- Ya no les encuentro sentido.
- Entonces, ¿qué pongo?
- No lo sé....
- ¿Apago la tele y ahorramos luz?
- Si quieres...pero yo no tengo sueño.
- Yo tampoco.
Te miré a los ojos y en ese momento, recordé que antes no podía dejar de observarlos. Ahora supe porqué. Me levanté y apagué el televisor. Un simple movimiento que supuso el cambio de nuestra vida.
Me dirigiste una mirada de duda, en la que leí la tristeza grabada a lágrimas silenciosas en tus ojos. No me explico porqué lo hice, tú tampoco lo hiciste. Te besé, tiernamente, como hacía años. Creía que me rechazarías, me destrozarías lo que quedaba de mi corazón. Pero la ira, no hacia mi, aunque aún no sabías hacia qué, venció tu pudor.Me devolviste el beso y me echaste los brazos al cuello. Como antaño, te cogí en volandas mientras rodeabas mi cintura con tus, ahora recuerdo, estilizadas piernas. En la creciente ansiedad, mientras te dirigía al dormitorio, nuestras bocas combatían.
Abría del todo la puerta entornada, al dormitorio, donde en una mesilla de noche guardabas tus píldoras anticonceptivas que usabas más que nada para aliviar tus dolores de la luna. El día anterior a esa noche me decías:
- No sé para qué las tomo, para lo que hacemos....
Pero aquella noche no lo pensaste. Aquella noche en la que yo acabé con mis pudores y te amé de verdad. Besé tu flor por primera vez y te respeté. Estuvimos horas y horas en esa humilde habitación. Horas que nos cambiaron. Que nos hicieron amarnos.
A raíz de aquella noche, supimos que nosotros no teníamos la culpa de nuestros problemas. No teníamos la culpa de nuestra difícil vida, llena de gastos y de pocas ganancias con las que hacerles frente. No teníamos la culpa de vernos obligados a trabajar más horas de las que pasábamos haciendo el amor... si es que conseguíamos un trabajo.
Tras aquella noche, solo encendimos la televisión para cuestionarnos sus contenidos, a las caras de políticos cómplices de nuestros problemas, leímos a Marx, a Lenin, a Engels, a hombres sabios de gran corazón, por recomendación de un vecino, antiguo combatiente de una guerra que no conocíamos hasta ese día pero que él llevaba grabada a sangre y fuego en su memoria, allí perdió a su compañera. Nuestra indignación pasó a la revolución. Conocimos gente con similares ideas, con los mismos problemas, con la avidez de quererlos solucionar con justicia. Buscábamos el cambio que nos permitiera traer al mundo una hija, nuestro íntimo sueño, una muestra de nuestro amor, una nueva sociedad en la que nuestra hija creciera feliz, en libertad, con todos sus derechos.
Ahora, recobrábamos fuerzas tras nuestro agonizante éxtasis, para volver a repetirlo. Pronto, los rayos de sol entrarían por la ventana, iluminando nuestra pura desnudez.
Rayos que anuncian que el día de nuestra liberación, el día en el que conquistaríamos nuestros derechos y los de los que todavía no han nacido. Moriríamos si hacía falta pero juntos. El Día de la Revolución y el Día de la Victoria llegaban y también lo hacían juntos.
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